Se abrió la puerta del ascensor y
una vez más sentí pánico recordando las noches de hace 30 años en las que mi
padre, borracho y fuera de sí, llegaba a casa.
Hasta donde alcanza mi memoria
siempre fue así. Los primeros recuerdos me llevan hasta el sofá, donde
asustadas, nos abrazábamos a mi madre mi hermana y yo, buscando un refugio que
no siempre nos pudo dar. Por eso empezamos a acostarnos muy pronto y por eso la
mayoría de los recuerdos son sonoros. Escondida tras la oscuridad protectora de
mi habitación y enterrada bajo las sábanas,
escuchaba las súplicas iniciales de mi madre, los reproches
ininteligibles de mi padre, los gritos de ambos y por fin el silencio,
únicamente roto por el chasquido que resuena al estampar un puño o una mano
abierta y que se repetía hasta que mi madre perdía el conocimiento o mi padre
las ganas de continuar.
Desde que se escuchaba el
ascensor hasta que veíamos su rostro las tres nos estremecíamos y aguantábamos
la respiración mientras rezábamos en silencio para que la dosis de alcohol no
lo hubiera transformado. Cuando estaba sereno o un poco chisposo mi padre era
una delicia: cariñoso, divertido, ocurrente y dedicado. Nos contaba cuentos, gastaba
bromas que nos hacían llorar de risa, nos arropaba y nos decía que nos quería
mucho al tiempo que nos daba un beso de buenas noches. Pero cuando se pasaba de
la raya se convertía en un animal y daba la impresión de que mi hermana y yo ni
existíamos para él. Su borracha mirada perdida parecía centrarse en mi madre y
la buscaba como la mirilla de un cazador a su presa. Hasta que la encontraba y
le pegaba una paliza que llenaba de moratones su cuerpo y nuestra alma.
Jamás escuché a mi madre quejarse
el día después. A pesar de pasearse por el salón con gafas oscuras o cojeando
visiblemente, nunca le reprendió estando nosotras delante. Siempre se comportó
como una esposa entregada y si en alguna ocasión le preguntábamos algo a
escondidas, nos contestaba con evasivas o justificando esa actitud.
Pero un día mi padre llegó con la
cara ensangrentada. Escapé corriendo a mi refugio desde donde asistí al ritual
de cada noche. Mi madre dejó de resistirse tras lo que me pareció una
interminable tunda de golpes, pero aquella vez mi padre no se había saciado.
Sus pasos sonaron como si buscara otro objetivo sobre el que descargar su furia
y sentí como entraba en el cuarto de mi hermana que, en seguida, rompió a
llorar aterrada. El blasfemaba y le ordenaba que se callase. Entre gritos y
sollozos pude distinguir alguna bofetada, el característico ruido que hace la
ropa al rasgarse y por último un gemido ahogado que equivocadamente creí que
había surgido de lo más profundo de mi hermana.
Escuché a mi madre llamar por
teléfono y a los pocos minutos varias sirenas aparcaron en la calle. Nadie
entró a mi cuarto esa noche y desde que se hizo el silencio en casa hasta que
concilié el sueño debieron pasar varias horas.
En el desayuno estábamos solas
las tres. Mientras mi hermana no apartaba los ojos de su intacto tazón de
leche, mi madre explicó que el papá había tenido un accidente y que estaba tan
malito que tendría que vivir mucho tiempo en un hospital. Durante los
siguientes 20 años, a pesar de ser un vegetal, fui de vez en cuando a visitarle con mi madre. Mi hermana no.
Murió hace más de cuatro años, pero
todavía me acuerdo de él. He tratado de soterrar determinadas imágenes y cuando
pienso en sus bromas, en sus caricias y en sus cuentos sonrío sin que nadie me
vea. Pero escucho el ascensor deteniéndose en mi planta y todavía me estremezco
a pesar de que mi marido, cómplice y protector me rodea con sus brazos.